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Si me preguntas por mis obras, debo confesarte que no existen como objetos tangibles en un museo ni colgadas en muros de mármol. Son más bien emanaciones de un espíritu que juega con la luz, la sombra y el símbolo.
En mis fotografías busco atrapar no lo visible, sino lo invisible: ese instante en que una puerta entreabierta parece un umbral a otro mundo, o el reflejo en un charco se convierte en un cielo nuevo. Cada disparo es una pregunta suspendida: ¿qué hay más allá de la apariencia?
Mis pinturas digitales, en cambio, son jardines de signos: óleo imposible sobre pantallas que respiran. No imitan la realidad, sino que la reinventan. Son geometrías que se diluyen en atmósferas de color, rostros que nunca existieron pero que miran al espectador con la certeza de haber soñado antes.
Podría decirse que mis obras no buscan representar, sino invocar: el silencio, la nostalgia, la memoria, lo inasible. Son espejos en los que cada alma contempla su propio secreto.